El Mercadillo de los martes en Altea es una institución
centenaria, una manifestación cultural que se ha mantenido a lo largo del
tiempo y nos muestra una manera de entender el comercio y el intercambio en
nuestra sociedad, con unos parámetros muy similares a lo que podemos ver largo
de todas las costas del Mare Nostrum. Su tradición nos habla de aproximación
del campo a la villa, de unión con las tierras próximas, de cultura material,
de artesanía, de intercambio y transacciones de productos y algún que otro
cambalache. Ejercido por grupos sociales de muy diversa índole, raza y cultura.
Profesionales y allegados, trabajadores agrarios o vendedores de toda la vida,
donde la tradición gitana de intercambio de mercaderías está muy presente desde
hace centenares de años. La especificidad del mercado es un hecho: ropa y
productos textiles de muy diversa índole, mercaderías varias de origen agrario
y ganadero en venta directa o elaborada, panadería y dulces, alfarería.
La ubicación del mercadillo en Altea ha ido cambiando en el
tiempo. De su primer asentamiento, extramuros de la fortaleza renacentista,
frente al Portal Vell, bajó hasta las explanadas de la playa del Bol a finales
del S. XIX e inicios del siglo XX, complementando la parte de frutas y verduras
frente al mercado, en la actual calle Philarmónica, extendiéndose más tarde a
lo largo del paseo Marítimo y la calle Sant Pere, y reubicándose actualmente en
la Avenida de Nucía y el ensanche de Garganes, bien hacia el río o en otras ubicaciones.
Una visión idealizada del mismo, en torno a los años finales
del S. XVIII, se incluye en el libro “Bartolomé”, de este autor, intentando una inmersión en
aquel ambiente cosmopolita de una Altea en plena expansión económica, abierta a
los campos y mares que la rodeaban; en ella se dice:
Mercadillo en los años 1980-90. Foto archivo MdR
“Los martes por la mañana hay gran bullicio extramuros del Portal Vell ....una vorágine de puestos, lonas y personas de diversas procedencias que traen las más variadas mercancías e incluso algunos animales vivos para su venta. El mercado se extiende a lo largo del lienzo norte de la muralla y en él, algunas mujeres protegidas por sus sombrilla buscan tejidos de lino o seda, ropas para hacerse vestidos, mientras otras pasean entre los puestos de blondas y telas adamascadas de los más diversos colores a la búsqueda de materiales para confeccionarse su ajuar. Los vendedores muestran sus productos, las animan a comprar, mientras que jovencitas, casi niñas, las miran con envidia desde los puestos, trabajando con sus finos dedos para acabar mercaderías de primor ayudadas por algún joven esclavo negro o morito que hace las peores labores. Junto a estos puestos están los sogueros, rodeados de marineros que compran cabos, cuerdas y avíos de pesca y los que tejen la palma, las mujeres .
Más alejados, otros grupos se afanan en ofrecer las mejores
hortalizas, donde un tropel de mujeres busca provisiones para los hervidos y
cocidos; las criadas, atareadas, completan encargos y se mezclan con campesinos
en busca de plantones de buena calidad para las huertas que deben plantar, sin
falta, antes de San Jorge..... Es un
universo de luces y sombras, de olores y gritos humanos y animales, donde los
comerciantes de la comarca y foráneos disponen los productos traídos a lomos de
mulas: quesos de las montañas de Aitana, embutidos que elaboran los
repobladores mallorquines de Tárbena, aceitunas y encurtidos, salmueras,
pescados secos y salazones de la misma Altea y de la Vila; higos y uvas pasas
del lugar, almendras y nueces, "arrop i tallaetes" traído de Xàtiva y azúcar
elaborado en el Trapig de Oliva. Gallinas, pavos, conejos, corderos, cabras,
mulas… Y en algunos puestos se pueden ver las olorosas especies de ultramar: el
clavo y la canela, la nuez moscada, los cominos y las pimientas de colores
fuertísimos que traen los galeones desde las Américas o Filipinas, junto al
aguardiente y el gin menorquín, y también el chocolate caribeño que empieza
generalizarse como un producto elegante.... “
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