¿Quedamos
en el Metropol?
Por Miguel del Rey*
Arquitecto y Catedrático de Universidad
Publicado en Las Provincias 26/04/2018
Mi
amigo y compañero Julián Esteban construye en las páginas de este diario un
discurso interesante y culto en torno a la problemática del Metropol. Es una
delicia viajar con él a unos de esos rincones tan atractivos de la obra de
Javier Goerlich como es el caso de la intervención en el Puente del Mar: uno de
los espacios del eclecticismo como modernidad, uno de los restos más
importantes del paisaje urbano de la Segunda República. Son los suyos comentarios
interesantes impregnados de valoraciones académicas.
Es
evidente que la intervención de Javier Goerlich en el Metropol en los años ’30 no
es una intervención ortodoxa sobre un edificio academicista, incluso es posible
que no saliera de las mismas manos del arquitecto la preciosa caligrafía del
rótulo, como se atreve a decir mi amigo. Es conocido que el estudio del arquitecto
era un hervidero donde, por razones que no vienen al caso y propias de aquellos
tiempos convulsos, otros arquitectos de reconocido prestigio colaboraban. Pero
la obra está firmada por J. Goerlich y él es el máximo responsable. Suya es la
obra. Y lo vengo a decir porque desde la manera de intervenir, hasta el propio
trabajo, están imbuidos de algo que en el artículo se califica un poco despectivamente
como “obra menor”, cuestión con la que no comulgo al expresar el término de
manera categórica.
Desde
mi punto de vista, su intervención en la escena pública, que es precisamente la
cuestión a debatir en este caso, nos muestra una de las primeras intervenciones
edilicias valientes, sin complejos, de una modernidad rabiosa próxima a la que
poco tiempo más tarde vemos en los carteles de Renau, en la iconografía republicana
del momento, mostrando el valor plástico de una imposición que participa tanto
de la arquitectura como de la caligrafía, valores en los que años más insistirá
una cierta estética “pop”.
Pero
si bien la Academia, la Escuela o el Colegio son instituciones relevantes, no
hay que olvidar que están insertas en una realidad más compleja: la sociedad
valenciana y en concreto la ciudad de Valencia. Ser ilustrado es necesario para
conocer y valorar, pero no se puede solamente con ello construir la ciudad; una
ciudad cuyo concepto ha cambiado desde la Ilustración y en la cual no es
necesaria la coherencia absoluta entre la disciplina académica y el imaginario
público para conservar un bien. Sí para analizarlo, para construir un discurso,
pero no para con ello marcar el valor que puede tener, o le puede asignar, una sociedad.
El
culto a la ruina es precisamente una de las bases de nuestra cultura a partir
del romanticismo; nuestras ciudades se han ceñido a este dogma de manera
palpable. La sociedad vive en los fragmentos, visita las ruinas, hace suyos los
restos esparcidos en la ciudad de manera consciente, se reconoce en ellos como
pueblo y valora su pasado. Las imágenes de los libros son otra cosa, y en caso
necesario en ellas puede vivir la memoria una vida que no es vida, que es solo
imagen de la vida; no es el caso, la ciudad aún posee el objeto.
Creo
que el Metropol se merece permanecer entre nosotros con más o menos intensidad,
quizás como fragmento, quizás como una pieza inserta sobre otra. Eso ya será
labor de un buen arquitecto que sepa compaginar presente y pasado: ese bonito y
difícil ejercicio de arquitectura donde en lo contemporáneo permanecen
fragmentos de la memoria. Como fue en su momento la intervención de Javier
Goerlich.