El
Ford llega puntual todos los días a las nueve y media a la masía; desde unos
minutos antes la chiquillería está pendiente del runrunear del motor al abordar
el repecho último del camino y observar el brillo metálico del automóvil entre
los olivos y los cipreses. Algunas personas están preparadas para ir al pueblo,
allí deben atender a algunos negocios, hacer las visitas oportunas, o quizás los
encargos y las compras necesarias para la familia. El chofer del taxi es el habitual de la familia
desde años, no hay que avisarle, sube todos los días y al llegar deja el coche
en posición en uno de los extremos del patio, cerca del riurau, bajo una gran
olmeda que ofrece sombra fresca. Sabe que los viajeros del día nunca son en
exceso puntuales, tiene tiempo para bajar del coche y con la gamuza repasar
manivelas, pasamanos, faros y radiador; le da una última mirada al habitáculo
posterior, las banquetas bien dobladas, los asientos en disposición. En el coche han venido inesperadamente más personas, el otro de los hijos, el oficial de marina mercante que llegó al pueblo a pasar unos días de permiso con su mujer y sus hijas, junto a ellas vienen a pasar el día con los suyos en la masía.
El
día se presenta caluroso, aunque este mes de julio no perece aún que estemos en
verano. Intuía que hoy iba para rato, las hijas de la casa han llegado con él desde
Altea, pasaron la noche en el pueblo para asistir con alguno de sus hermanos al
baile en el Casino de Canasta, donde actuaba un terceto apoyado por violín,
contrabajo, saxo y un jazz-ban, todo un lujo, pero ante todo iban a oír a un
amigo de la familia a Jaime G., un experto del clarinete. La madre y el
hermano mayor quedaron en el campo, no les hizo gracia alguna esta escapada sin
sentido; más a él que a ella, pero esto es habitual desde la muerte de su
padre, el mayor ha tomado las riendas de una familia en la que actúa no se sabe
bien si como cabeza de familia o responsable de un antiguo mayorazgo. La madre
deja hacer a su primogénito, incluso le hace gracia su disposición, pero sus
preocupaciones son otras: oyó en la radio lo sucedido en Madrid, el dramático
asesinato de un parlamentario. Dios quiera que esto no vaya a más. Por si acaso
desea tener cerca de todos sus hijos, aunque algunos de ellos ya tienen edad
para volar libres. Son lo único que le importa tras la muerte de su marido
justo el día que le iban a nombrar alcalde, era una persona de consenso,
piensa; su único consuelo era el pensar que su inesperada ausencia le libró de
los graves problemas de cualquier cargo público en estos inestables momentos.
Francisco, el menor de los hijos de la familia, aún adolescente, ha bajado con los demás a recibir a su hermano y su familia. Le encantan los coches y como siempre se acerca al vehículo para observar, incluso solicitar le deje el chofer maniobrar un poco…Se queda junto al coche, le gustaría que su familia tuviera uno de estos vehículos a motor. Se separa del grupo mientras alguien saca una cámara de fotografiar y propone
inmortalizar el momento. La algarabía de brazos para coger a los niños, atender
a las señoras, el agruparse para salir en el grupo, hacen que se descuiden los
fondos de la placa, el coche sale solo en su parte delantera, el adolescente no
se agrupa…
Unos días más tarde cambiará la suerte de
nuestros protagonistas. El coche pasará
a servir al pueblo de las maneras más diversas, esperando que su estrella lo
salvara de ser instrumento de incalificables “paseos”. La madre y las hermanas pasarán
en la masía tiempos convulsos, defenderán con uñas y dientes tierra inmediata a la masía para producir ellas mismas su sustento, bien
frente a desesperados ladrones nocturnos o a los grupos sindicalistas que
pretenden requisarles día tras día sus propiedades, ya solo les quedan estas últimas tierras; la madre, ella misma bajará al
bancal con un garrote y romperá delante de los ”camaradas” sus carteles
alegando que ya ha hecho demasiado por la Republica: cuatro hijos en el frente
sin saber nada de ellos y dos hijas que no hacen más que tejer jerseys y
calcetines a los camaradas del frente: “Esa comida es para mi hijo menor,
tuberculoso”, es su grito desesperado. El adolescente contrajo la horrenda
enfermedad y la situación se confabula en contra suya, su única esperanza
quizás venga de la penicilina, pero quienes la dispensan de contrabando comercian
indecentemente con ella, la sustraen del comercio legal y la facilitan por
medio de truques cada día más difíciles y cuando ya no queda nada de oro en
casa, aceptan fincas que cambian por cajas del milagroso medicamento… pero no hay remedio, la fortuna juega contra el joven que quedará
para siempre en su condición de adolescente.