EL PAISAJE RURAL VALENCIANO: LA ALQUERIA
LAS PROVINCIAS,
28/06/2009.
La Carta Europea
del Paisaje (Florencia 2000) supuso el reconocimiento de los paisajes que
compartimos, como elementos clave de nuestro entorno, fundamento de su
identidad, expresión de la diversidad biológica y del patrimonio antropológico
y medioambiental. Gracias a ello, la sociedad actual exige tanto su
conservación y regeneración, como la armonización entre la naturaleza y la
ordenación en favor de un desarrollo sostenible.
El área
metropolitana de Valencia vivió en la segunda mitad del siglo XX, un proceso de
colonización despilfarradora y vulgarización de su hinterland en base a un
planeamiento desarrollista, que apostó pese a sus múltiples disfunciones, por
un modelo de «ciudad dispersa» -spraw land.-.
Ni siquiera
parajes de tanta belleza y capacidad de evocación, como los parques naturales
del Saler, la Albufera y la Calderona, privilegiados ecosistemas periurbanos y
verdaderos pulmones verdes, se libraron de la presión urbanizadora que los
concibió como mera mercancía y moneda de cambio de insularizados
espacios-escaparate virginales.
Afortunadamente,
en la última década se ha desarrollado una «nueva cultura de los límites de la
urbanización», que rechazando la desarticulación y anarquía planificadora, la
destrucción de los conectores biológicos y la alteración de las estructuras y
referentes morfológicos ha apostado por defender los derechos a la memoria
antropológica, histórica y paisajística del territorio.
Asumida la
enorme fragilidad y complejidad de la realidad territorial, que constituye un
recurso limitado y no renovable, un bien público esencial dotado de
excepcionales valores ambientales, culturales y patrimoniales, resulta
inaplazable en beneficio de la colectividad la revisión de la legislación y del
planeamiento liberalizador en materia de suelo y paisaje, en favor de un nuevo
urbanismo post-Kioto, con conciencia ecológica.
Se ha vuelto así
la mirada hacia el medio natural, hacia esa rica huerta valenciana y su
magnífico patrimonio agrícola, hidráulico y doméstico. Porque todos esos
acueductos romanos, norias, acequias y canalizaciones árabes, fuentes
prerrománicas, puentes, bancales, heredades, huertas, barracas, alquerías y
masías son hoy piezas imprescindibles para entender tanto la evolución de las
técnicas de producción forestal y agropecuaria, como los modos y formas de
habitar de las sociedades preindustriales que nos precedieron.
Y esencial a
nuestra cultura rural, es la «alquería» (del árabe hispánico alqaríyya, y éste
del clásico qaryah). El excelente trabajo del arquitecto Miguel del Rey Aynat,
nos permite aproximarnos desde una perspectiva nueva no sólo a la arquitectura
de esta tradicional casa de la huerta, sino también a su devenir y
transformación tipológica entre los siglos XIV al XX.
Porque más allá
de su escueta definición como casa de labor, con finca agrícola, el término
engloba tres prototipos bien diferentes de hábitat, que va del conjunto de
casas y dependencias a la casa señorial, burguesa y campesina.
Tras la
conquista cristiana, la alquería islámica experimentará el mestizaje impuesto
por los pobladores aragoneses, que introducen el esquema de planta basilical,
si bien mantendrán el patio como núcleo articulador y de transición, como
estancia íntima y doméstica al aire libre. Además, la mano de obra morisca
determinará la continuidad de los modos y prácticas constructivas (tapiales,
estucos, azulejos.), presentes en muchos de los elementos que pervivirán tras
ser asimilados arquitectónicamente: caballerizas, cobertizos, anejos, corrales,
cambras, cisternas, pozos, bancos, aceras, parrales.
El Libre del
Repartiment nos provee un valioso registro de la repoblación de las alquerías
musulmanas, facilitándonos datos acerca de su importancia, de su extensión y de
sus cultivos (olivar, viñas, naranjos.).
Desgraciadamente,
son escasas las preexistencias de aquella época, por lo que la Alquería dels
Moros, junto al Camí Vell de Burjassot, la Alquería del Rei y la Alquería
Fonda, próximas a la ciudad, adquieren un valor excepcional.
Ligadas a la
influencia italianizante y clasicista que exporta la corte de Alfonso el
Magnánimo, se desarrollará una segunda tipología de alquerías históricas, de la
que el Pla de San Bernat ofrece un repertorio único -Alquería del Pi.- tanto a
la comarca de L’Horta, como en el resto de la Comunitat.
Si bien éste
será el modelo dominante de la casa rural que ha llegado hasta nuestros días,
resulta indudable la dilatada coexistencia de las estructuras islámicas,
tardogóticas y protorenacentistas, cuya común economía de medios, sencillez y
claridad formal posibilitarán su continuidad en el tiempo.
Habría que
esperar a la consolidación del imperio de los Austrias y a la nueva estética
arquitectónica que dictó la Contrarreforma, para la aparición de una tercera
tipología: el palacio aristocrático rural con huerto-jardín, de la que la
Alquería de la Serena, de la Sirena o de los Ferragud (1553), como apunta Del
Rey, constituye uno de los mejores ejemplos.
La alquería,
sita en Alfara del Patriarca, reedificada sobre una anterior, introduce la
planta con torre en esquina y cubierta de influencia flamenca rematada en
chapitel, que recuerda las torres de Valsain. La coronación con una galería
renacentista trazada con arcos de medio punto sobre las fábricas desnudas y
soportando imponentes cornisas ofrece claras similitudes formales con el
palacio de los Valeriola y con el colegio del Corpus Christi que en ese momento
construye el arzobispo Juan de Ribera.
Se consagrará
así un tipo de casa solariega que adopta la arquitectura culta de la corte, de
la que importa un nuevo y rico repertorio iconográfico: torres, miramares,
loggias., del que el periodista Francisco Pérez de los Cobos ha registrado un
documentado e interesante catálogo (Alquerías del Magíster, de San José, de
Julià, de Parcent, de Sant Vicent.).
Porque, todos
esos paisajes y arquitecturas rurales, que ya ilustrara para Felipe II, Van der
Wijngaerde en 1563 en sus perspectivas de Valencia, son un eslabón y una
referencia imprescindible para comprender e interpretar la memoria histórica y
cultural de un territorio que tenemos el deber de preservar.