El trasiego de mercancías y marineros en la Altea de finales del s. XVIII, según descripción novelada en el libro “Bartolomé. Entre la Ilustración y la Revolución”. Miguel del Rey. Valencia, 2014
El velero Pepe Tono (mediados del s XIX) uno de los cuatro
de la compañía de Juan Antonio Bolufer de Xàbia, familia emparentada con
también comerciante y armador Bartolomé Calzas en la Altea de finales del s
XVIII, que gobernaba sus negocios a través del Sindico del Convento de San
Francisco.
A media tarde un pescador oteó desde el campanario velas en el horizonte, una flota que se acercaba desde levante. Elvira no divisaba nada, los chicos tampoco, pero tenían confianza. Seguro que era la escuadra de la que les habían hablado, compuesta por pequeños barcos mercantes de Xàbia, Altea, Villajoyosa, incluso otros de algunos puertos del sur, que junto a alguna goleta se dirigían a Cartagena. Navegaban en formación atentos a defenderse de posibles asaltos corsarios. Los barcos iban abandonando la flota a medida que se acercaban a su destino. La escuadra iba muy retrasada, decían los marineros del lugar, si deseaban hacer noche más allá de Villajoyosa.
Ya eran visibles
los perfiles de los buques en la línea del horizonte. No se sabía cuál de ellos
se dirigiría a Altea. El síndico del convento se acercó al grupo y dijo que desde
el campanario había visto a un barco separarse de la escuadra. ¡Seguro que eran
ellos! La playa empezó a poblarse, arrieros con sus carros, mujeres y niños
esperando a maridos y padres, curiosos que se agrupaban mirando el quehacer de
los marineros; éstos empezaban a armar las pequeñas barcas con las que
desembarcar la carga. De los corrales de las casas colindantes salieron los
toros que iban a botar de nuevo a los faluchos varados en la playa,
arrastrándolos por los lechos de blancas piedras.
La tarde era
ventosa, ya se veía claramente el velamen de los tres mástiles de la fragata
capitana y como ajustaba el rumbo al sobrepasar la punta de Toix; junto a ella
los perfiles de varias corbetas sobre el fondo siempre más desvaído del
horizonte levantino en estas tardes que anuncian la primavera. Era evidente, un
barco tomaba rumbo a tierra; de él se vio salir un resplandor y una humareda,
era la salva de despedida a la escuadra que lanzaba el Santísimo Cristo del
Sagrario, un bergantín muy marinero de dos mástiles que se acercaba veloz a la
costa. En poco más de una hora el velero estaba fondeando frente a la playa y
dos faluchos se acercaban; José Ramón iba en uno de ellos. Junto al resto de
los hombres trepó por una malla y allí, en cubierta, se encontró con Bartolomé.
Este se distinguía del grupo de cubierta por su uniforme de suboficial con la
casaca roja al hombro sobre su camisa y sus calzones blancos. Los hermanos se
unieron en un abrazo mudo; el menor tomó el equipaje, el petate y unos paquetes.
En la primera barca,
bajaron a tierra ambos hermanos junto a un grupo de marineros alteanos que deseaban
abrazar a sus mujeres y a sus hijos. Estos hombres no esperaron que los bueyes
sacaran a tierra la proa de las barcas, saltaron al hacer pie y aún en el agua
se fundieron en un abrazo con sus familias. Desde la cubierta de la barca, de
brinco, Bartolomé llega a las piedras de la playa donde lo espera su madre y
sus hermanas. Está desconocido, ha ensanchado el cuerpo, su madre lo abraza y
no acaba de mirarlo, le acaricia la cara, nunca le había visto vestido de
cadete ni con aquella ligera barba. Se emocionó, aún lo recordaban como un
chiquillo cuando hace dos años se marchó a las islas. El chico se ruboriza por
las miradas indiscretas de algunos grupos de personas que se mantienen a una
cierta distancia. José Ramón sigue con el equipaje y lo carga en la calesa.
En la playa hay
mucha acción, pero también emociones: los gritos de los marineros en su faenar,
los saludos y las expresiones de alegría de los hombres que llegaban, los
lloros de las mujeres al reconocer a sus maridos o éstos al ver o conocer a sus
nuevos hijos y entre todo ello la algarabía de la chiquillería. También hay
palabras cortadas, miradas, que se mezclan en un alboroto donde las voces del
síndico y de los capataces intentaban organizar el desembarco del trigo
procurando que en las faenas no se mojaran los sacos y se dispusiera su
almacenaje en tierra para pasar la noche bajo techo o en sarandas
improvisadas.
Se acerca un joven
marinero, un tal Vicent, con el que Bartolomé ha hecho amistad en la travesía.
Le pregunta si quiere conocer a su hijo. Bartolomé atiende al joven y se acerca
a un grupo de mujeres entre las que está la esposa del marinero; una hermosa y
esbelta mujer morena con un niño muy pequeño en brazos que duerme apoyando su
cabeza en el pañuelo que lleva su madre sobre los hombros; un pañuelo a juego
con el delantal blanco con flores verde y rosa que ella ha bordado para recibir
a su marido y que le cubre la mayor parte de su vestido liso y oscuro.
Bartolomé le hace un saludo marcial quizás en exceso formal. El joven se percata
de los ojos de la mujer, de su belleza. Mira al niño y le hace una carantoña,
es muy pequeño, tendrá unos meses, es la primera vez que su padre lo ve. Los
dos amigos se despiden y quedan que en algún momento se verán en la taberna que
hay en Arrabal del Mar
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